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Normalmente salgo a correr por la ciudad, quiero decir las dos o tres veces al mes que corro. En Coruña bajo al paseo marítimo, a la zona de la torre, o al parque de Santa Margarita (bueno, al parque voy menos que es demasiado duro para mi «entusiasmo»). Todos ellos son sitios habituales para corredores así que nadie se sorprende cuando me ve pasar colorada, sudorosa, sin aliento y con los cascos puestos.

A veces también voy a correr al gimnasio. Allí estoy rodeada de otros urbanitas de mediana edad que, como yo, intentan luchar contra la crisis de los cuarenta, contra el sobrepeso, contra nuestro deterioro físico o simplemente escapar por un momento de todo lo que nos rodea. Por supuesto ninguno reconoceremos ser tan simples y podremos pasarnos horas intentando explicar el porqué de nuestros esfuerzos, justificándolos con algún tipo de lógica que nos haga sentir orgullosos. Los más entregados tirarán de épica («pues yo conseguí correr un maratón en 6 meses»), otros te hablarán de superación («hace 1 año no era capaz de subir por las escaleras hasta el tercero y mírame ahora»),  otros de salud («esto es lo mejor para tener el colesterol a raya»), del valor del esfuerzo, de la utilidad terapéutica («nada de yogures de fibra, desde que corro tengo el tránsito intestinal más fluido que el tráfico de la autopista a ourense»), de los beneficios mentales («yo no soy capaz de ir a casa de mi suegra sin antes meterme diez km entre pecho y espalda»), y así hasta el infinito.

Cada uno expondremos nuestros motivos para correr e intentaremos que suenen lo más serios y convincentes posible. Pero si se les van quitando capas, esos motivos suelen acabar reducidos a uno.

El que quiera saber cuál que se lo pregunte en serio y vaya profundizando, aunque es más fácil si se lo preguntas a tu pareja y el/ella se encarga de irte desmontando tonterías.

Todos los que nos cruzamos en nuestras carreras urbanas tenemos vidas similares. Trabajos sedentarios, confortables sofás, vidas que en general no requieren un gran desgaste físico (y a veces ni siquiera mental). Nadie se extraña de la actitud de los otros porque es lo normal en nuestro entorno, es más, nos sentimos mejores, más sanos, más sacrificados, más capaces. No nos planteamos cuanto puede tener de ridículo lo que hacemos, ni intentamos entender que sentido tiene levantarse temprano para poder ir a correr en ayunas antes de ir a trabajar, ni calculamos lo inútil o lo improductivo que pueda resultar.

Hasta que sales a correr por la aldea.

Entonces tu perspectiva cambia al ver la cara de la gente que te encuentras por el camino. Cuando a las ocho de la mañana te cruzas con un paisano que, azada al hombro va a trabajar, entiendes lo absurdo, improductivo e infantil de correr. Al enfrentarte a esa expresión mezcla de sorpresa, incomprensión y condescendencia no puedes evitar sentirte un poco abochornada. Mientras lo vas dejando atrás puedes oír con claridad como en su cabeza piensa «Que vicio tedes , si traballárades e vos deixásedes de tonterías».  Y, a pesar de todos tus argumentos sobre las maravillas de correr, no puedes dejar de darle la razón.

Un pensamiento en “correr para qué

  1. Bueno, si piensas que es infantil e improductivo, no lo hagas. Pero ten en cuenta que dices correr e el gimnasio luego haces algo improducitivo, infantil ¿¿y pagando¿¿¡¡¡. ponte de acuerdo contigo misma y luego califica tus actos antes de calificar el de los demás.

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